jueves, 28 de junio de 2007

CAPÍTULO V

Digitalizado por Amalia Gonzalez y Carolina Arena

Días después, la villa de Sallent está de fiesta. Mosén CLARET canta su primera misa. A las nueve de la mañana las campanas de la parroquia repican jubilosas. La Iglesia se llena de sellentinos. Don Fortunato asiste al nuevo sacerdote. Se siente orgulloso de haberle ayudado a subir las gradas del altar.

En lugar de preferencia, se han colocado sus padres y hermanos. Los obreros de su fábrica y sus antiguos compañeros, han venido de Barcelona para asociarse también a la fiesta. Durante la Misa, su padre se emociona hasta las lágrimas…Qué alegría experimenta ahora al sentirse padre de un sacerdote… ¡No cambiaría ese honor por todos los telares de Cataluña!

El señor Obispo nombra al nuevo sacerdote, primero Coadjutor, y luego Párroco, de su propia ciudad natal. Con su hermana y un criado de sesenta años, se instala en la casa rectoral. Cada tarde visita los enfermos. Pronto se gana el afecto de todos. La primera orden que recibe su hermana, es la de quitar de su cama el colchón de lana y cambiarlo por un jergón.

Los pobres son también sus amigos. A veces abusan de su bondad, pero eso lo tiene sin cuidado. “Más vale –dice- que abusen de mí, que no dejar sin ayuda a los que realmente están necesitados.” Un día regresaba a casa agotado por el cansancio. Apenas se sienta a comer, llaman a la puerta. Es una pobre mujer con dos niños, que pide una limosna… Mosén Claret no duda. Los hace pasar, y les sirve él mismo la comida que le acababan de preparar.

A pesar de todo, la Parroquia de Sallent, con su río, sus industrias textiles, y sus simpáticos feligreses, no acababan de llenar su gran corazón de apóstol. Los límites parroquiales son demasiado estrechos para su celo ardiente. Siente la llamada imperiosa hacia otros más dilatados campos de apostolado; y solicita de su Obispo autorización para ir a un país de Misión.


El Obispo, edificado de tanta generosidad y abnegación le concede el permiso para ir a las Misiones Extranjeras. La noticia corre por la población como un reguero de pólvora. Los sellentinos sienten en el alma que su párroco se les marcha. “No hemos merecido- dicen- conservar entre nosotros un sacerdote tan bueno como él”.

Un día de Septiembre de 1839, de madrugada, el Padre Claret –como le llamaremos ya- parte hacia Roma. Marcha sólo, antes del alba, para evitar las manifestaciones de los últimos momentos. Hatillo en mano, se interna a pie por las montañas. Va bendiciendo a Dios por haberle permitido realizar su sueño: ser Misionero.

Camina absorto en estas reflexiones cuando, de pronto, oye un vozarrón que le sobresalta: “¡Alto ahí!”. A unos metros surgen de la espesura, tres salteadores. Uno de ellos le apunta con su trabuco. Sorprendido por tan desagradable encuentro, el Padre Claret se esfuerza en no perder su calma habitual.

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