jueves, 14 de junio de 2007

CAPÍTULO III

Digitalizado por Georgina Di Fabio y Virginia Dávila
Lejos de su hogar, Antonio se siente solo. Tiene necesidad de alguien en quien confiar. Entabla amistad con un compañero que le parece simpático y honrado. Juntos compran billetes de lotería para probar fortuna. Lo que ganan lo ponen en común. Un día les toca una buena cantidad. A espaldas de Antonio, el compañero se juega y pierde el dinero en la ruleta del casino.
Llevado del afán del juego y, deseoso de recuperar lo perdido, regresa a buscar más dinero. Pero, ¿dónde hallarlo?...Registra y vacía la cartera de Antonio con sus últimos ahorros. Antes de volver al casino, le roba las joyas a una señora conocida suya. Ella al darse cuenta, lo denuncia, y es detenido. Los periódicos de la cuidad divulgan el hecho. Hay malas lenguas que comienzan a señalar a Antonio como posible cómplice del delincuente.

En otra ocasión, corre peligro, no de ir a la cárcel, sino de perecer ahogado. Es el mes de Agosto. El calor es agobiante. Antonio suele ir a la playa de la Barceloneta. Inesperadamente, a causa de un falso movimiento, resbala de la roca y cae en medio del oleaje. No sabe nadar. Invoca a la Virgen, y se encuentra milagrosamente sano y salvo en la orila.



El domingo se levanta tarde. No obstante, deseoso de cumplir con el precepto de oír misa, escoge la última. Durante el Santo Sacrificio se agolpan en su imaginación los proyectos más audaces y tentadores, dibujos de talleres, descubrimientos técnicos… "En la Iglesia- confesará él más tarde humorísticamente – tenía más máquinas en la cabeza que santos había en el altar".



Sin embargo, este género de vida no le llena del todo. Le falta algo. Un domingo el predicador repite aquellas ardientes palabras de Jesús en el Evangelio: "¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?". Aquel pensamiento le traspasa el alma. Todas aquellas máquinas que giran febriles en su imaginación, se paran en seco, como las ruedas de un gran reloj que se acabase de romper.


Antonio, sin tardar se dirige al convento del Oratorio. Un padre venerable oye en silencio su decisión de consagrarse a Dios. "Hijo mío"- le contesta el religioso- "tu deseo es bueno. Es el Señor el que te lo inspira….". La conversación le llena de consuelo, y desde este día, Antonio se impone la obligación de estudiar latín sin abandonar, de momento, sus ocupaciones habituales.



Cierto día, llega su padre de Sallent para hacerle una visita. Antonio aprovecha la ocasión para comunicarle su deseo de hacerse sacerdote. El señor Claret recibe la confidencia de su hijo, si no sorprendido, sí al menos, con un punto de amarga decepción. Cuando creía tocar ya con la mano el fruto de tantos sacrificios, aquella decisión de Antonio echa por tierra todos sus proyectos.

"Antonio, -le dice su padre- tú bien sabes la gran esperanza que representas para el porvenir de toda la familia… De todas formas, eres ya un hombre y tienes derecho a decidir por ti mismo. Piénsalo bien, Antonio, piénsalo bien... Y si Dios quiere que seas sacerdote, yo acepto su voluntad desde ahora, con todo mi corazón".


Continuará...

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