miércoles, 22 de agosto de 2007

CAPÍTULO IX


Por Florencia Vargas y María Palma
El viajero encuentra en estas islas, volcanes adormecidos. Las montañas son extremadamente accidentadas y separadas entre sí en profundos barrancos. Pero según se sube hacia las cumbres, la temperatura resulta fresca y hasta permite gozar por todas partes de una eterna primavera. Los antiguos las llamaron con gracia y acierto, “Islas Afortunadas”.
Apenas llega a Canarias, el Padre Claret organiza una misión en LAS PALMAS, centro vital del archipiélago. Al mismo tiempo que el Misionero, llega también a la ciudad un circo gigante. Mientras las campanas de la Catedral de Las Palmas llaman a la Santa Misión, los “clowns” invitan a “grandes y pequeños” al espectáculo “nunca visto”. A pesar de todo, el Circo fracasa y la Misión alcanza un éxito triunfal.
Después de la Misión de LAS PALMAS, el Padre Claret emprende la predicación por todo el archipiélago a ritmo acelerado. Viaja a pie como en Cataluña. Puede uno imaginarse la cantidad de sacrificios de este intrépido Misionero caminando por aquellas montañas escarpadas, bajo un sol caliente e implacable.
Y como siempre, florecen los prodigios a su paso. En cierta ocasión el Padre Claret, interrumpe de pronto el sermón, para decir: “Hermanos, se encuentra entre nosotros una madre de familia que ha dejado en casa a su hijo dormido junto al brasero. Que vaya corriendo porque su hijo corre peligro de morir abrasado”. Una mujer sale precipitadamente de la iglesia y llega a tiempo de salvar a su pequeño cuya cuna empezaba a ser pasto de las llamas.
Una sequía persistente reina durante varios meses en la región de TELDE. En esta situación angustiosa llega el Padre Claret. – “Ya se que estáis atribulados por esta sequía prolongada que se ensaña contra vosotros. Pero tened confianza en Dios, que no tardará en llover.” Aún no había pasado una hora cuando el viento se puso a soplar con violencia y unas nubes espesas que se amontonan en el cielo traen la lluvia benéfica tanto tiempo deseada.

Cierto día por aliviar la marcha a un religioso, compañero suyo, condescendió a montar sobre un camello. Cuando los vio llegar, la gente se miró decepcionada: “¡Volvamos a casa! No es el Padre Claret ninguno de éstos, pues el siempre hace los viajes a pie”. Aquellas buenas gentes no sospechaban que el “Padrito Misionero”, en tal circunstancia, prefería la caridad al sacrificio. Pronto, sin embargo, se percataron del hecho.

-“¡Fuego! ¡Fuego!, grita un desconocido entrando jadeante en la Iglesia. ¡Hay un incendio en el pueblo!” Pero el Padre Claret adivina ser una trampa del diablo y tranquiliza a la gente: -“Tended calma, que no es verdad. Que uno de vosotros vaya a localizar el incendio y luego iremos todos a apagarlo. Pero yo os aseguro que no será necesario.” El fuego no apareció por ninguna parte.

Una vez predica en la plaza a la muchedumbre, pues el templo resulta demasiado pequeño. De repente, lanzados por una mano invisible, todos los faroles caen al suelo. La gente se asusta. Pero el Misionero, dominando el tumulto con su voz, les asegura: -“No os mováis. Todo lo que os estoy diciendo en el sermón es tan verdadero, como que ningún de los faroles se ha roto al caer”. Todos pudieron comprobarlo.

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