martes, 31 de julio de 2007

CAPÍTULO VII

Digitalizado por María Paz Barranco y Pilar Galarraga

Nada le detiene: ni la lluvia, ni el calor, ni las dificultades del camino…Viaja a pie; lleva únicamente un hatillo en una mano y el Rosario en la otra. Para orientarse, lleva un mapa de Cataluña con el cual mide las distancias y prevé los ratos de descanso.

Con frecuencia se detiene en el camino para charlar con un campesino que trabaja sus tierras o con algún pastor que apacienta su rebaño. Para todos tiene una palabra de consuelo y de edificación.
De todas partes acuden las multitudes, ansiosas de escuchar la palabra de Dios. Muchas veces, la iglesia resulta demasiado pequeña, y el Padre Claret tiene que predicar en la plaza pública, desde uno de los balcones. Muchos no dudan en hacer un recorrido de muchos kilómetros, para escuchar su predicación.
Un día el Padre Claret se dirige a un pueblo situado en los primeros contrafuertes de los Pirineos. El camino está desierto. Sólo se oye el murmullo del arroyo. De repente, cinco hombres de aspecto siniestro le cierran el paso. El capitán de la banda, le grita: “Padre cura, prepárate para morir”. El Misionero les contesta con tranquilidad y dulzura: ”Voy a predicar al pueblo próximo, donde me están esperando. Dejadme cumplir mi ministerio y yo os aseguro que volveré.”

Acabado el sermón, el Padre Claret se presenta ante los bandidos. -”Amigos míos, os doy las gracias por haberme concedido el favor que os pedí. Aquí estoy a vuestra disposición”. -”Sí, señor cura, responde el capitán- estábamos dispuestos a matarle, pero su tranquilidad y su franqueza nos han desarmado. Lo hemos pensado bien, y hemos decidido cambiar de conducta.” Allí mismo se confiesan con el Misionero.
Su ilimitada confianza en Dios hace que jamás lleve dinero consigo. Sabe muy bien que el Señor no le abandonará. Con frecuencia, las personas que le encuentran en el camino, viéndole tan desprendido de las cosas de la tierra, le invitan generosamente a compartir sus modestas provisiones.
Sentado a la puerta del mesón, un campesino esta comiendo un plato de garbanzos cuando acierta a pasar por allí el Padre Claret. El aldeano adivina la situación del Misionero. “Buenos días, Padre. ¿Adónde va a estas horas? Haga el favor de sentarse, que hoy soy yo el que invita a almorzar”.
-“Señor cura, ¿quiere usted confesar a mi borrico?...” El Padre Claret se detiene y le dice con toda naturalidad al arriero: - “Déjate de bromas. No es tu burro el que necesita confesarse; eres tú…, que hace ya siete años que no te confiesas”. Al verse descubierto, el arriero queda mudo de asombro. Luego, se arrodilla allí mismo y confiesa sus pecados.

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