Después de cuatro años de estancia en Barcelona, Antonio vuelve a Sallent. Ya no hay dudas: será sacerdote. A finales de Septiembre marcha al Seminario de VICH. Sus padres le acompañan. Quieren unirse al sacrificio de su hijo. Durante el camino, los picachos de Montserrat que se ven a lo lejos, les hacen pensar en la Virgen. Y de su corazón generoso brota una plegaría de acción de gracias.
Así a los veintiún años, Antonio comienza una nueva etapa de su vida. Allá abajo, en Sallent y en Barcelona, en las fábricas los telares siguen tejiendo…Pero él, henchido de gozo, se repite una y otra vez: “Y después de todo, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si…?”.
La mayor parte de los seminaristas son externos. Antonio vive pensionado en casa de un cura de la cuidad llamado Don FORTUNATO. Pronto el sacerdote cae en la cuenta de la calidad de aquel joven recién ingresado. Antonio se traza un reglamento severo. La mayor parte de su tiempo lo consagra a la oración y al trabajo.
Incluso en invierno, con las calles cubiertas de nieve no vacila en dirigirse a la iglesia más próxima para hacer un cuarto de adoración. “La devoción al Santísimo Sacramento –nos dice él mismo- la heredé de mis padres, así como la devoción a la Santísima Virgen.”
Hace, a veces, una visita a los telares, tan numerosos en la ciudad de Vich. Como él ha sido del oficio, le resulta fácil dialogar con los obreros. Antonio se interesa por sus problemas. Apenas se da cuenta que algo no va bien en una máquina, él mismo lo rectifica. Hasta los más diestros se asombran de sus conocimientos.
Ha llegado el invierno. Antonio cae enfermo, con una fuerte gripe, y el médico le manda guardar cama. Mientras su cuerpo tiembla de fiebre, se levantan en su espíritu un tropel de imágenes impuras. Como por instinto, invoca a la Santísima Virgen y traza sobre sí la señal de la cruz.
La Virgen, viene en su ayuda. Vestida de reina, llevando en sus manos una corona de rosas, le dice: “ Antonio, si vences, esta corona será tuya”. Antonio triunfa de la tentación y la paz vuelve a su alma.
Es un radiante día de primavera del año 1835. La Catedral, rebosante de fieles, centellea entre luces. Por la nave central avanzan los diáconos. Van a recibir el sacerdocio. Durante la ceremonia, la madre del nuevo sacerdote se adelanta hacia el presbiterio, y ata con una cinta de seda blanca, las manos consagradas de su hijo.
Así a los veintiún años, Antonio comienza una nueva etapa de su vida. Allá abajo, en Sallent y en Barcelona, en las fábricas los telares siguen tejiendo…Pero él, henchido de gozo, se repite una y otra vez: “Y después de todo, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si…?”.
La mayor parte de los seminaristas son externos. Antonio vive pensionado en casa de un cura de la cuidad llamado Don FORTUNATO. Pronto el sacerdote cae en la cuenta de la calidad de aquel joven recién ingresado. Antonio se traza un reglamento severo. La mayor parte de su tiempo lo consagra a la oración y al trabajo.
Incluso en invierno, con las calles cubiertas de nieve no vacila en dirigirse a la iglesia más próxima para hacer un cuarto de adoración. “La devoción al Santísimo Sacramento –nos dice él mismo- la heredé de mis padres, así como la devoción a la Santísima Virgen.”
Hace, a veces, una visita a los telares, tan numerosos en la ciudad de Vich. Como él ha sido del oficio, le resulta fácil dialogar con los obreros. Antonio se interesa por sus problemas. Apenas se da cuenta que algo no va bien en una máquina, él mismo lo rectifica. Hasta los más diestros se asombran de sus conocimientos.
Ha llegado el invierno. Antonio cae enfermo, con una fuerte gripe, y el médico le manda guardar cama. Mientras su cuerpo tiembla de fiebre, se levantan en su espíritu un tropel de imágenes impuras. Como por instinto, invoca a la Santísima Virgen y traza sobre sí la señal de la cruz.
La Virgen, viene en su ayuda. Vestida de reina, llevando en sus manos una corona de rosas, le dice: “ Antonio, si vences, esta corona será tuya”. Antonio triunfa de la tentación y la paz vuelve a su alma.
Es un radiante día de primavera del año 1835. La Catedral, rebosante de fieles, centellea entre luces. Por la nave central avanzan los diáconos. Van a recibir el sacerdocio. Durante la ceremonia, la madre del nuevo sacerdote se adelanta hacia el presbiterio, y ata con una cinta de seda blanca, las manos consagradas de su hijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario