martes, 7 de agosto de 2007

CAPÍTULO VIII

Digitalizado por Carolina Blazquez y Florencia Herrera

En un pueblo de la provincia de Tarragona, el Misionero sube al púlpito y comienza el sermón. De repente una naranja podrida se estrella junto al predicador. El Padre Claret, sin inmutarse, prosigue su sermón. Acabada la función religiosa, la iglesia queda vacía y el sacristán se dispone a cerrar la puerta. En la penumbra descubre a un joven que está sentado en un banco. Es el descarado que ha arrojado la naranja. ¡Una fuerza extraña le impide levantarse! El sacristán le tira del brazo. Es inútil. Pesa como el plomo.

Avisa al Padre Claret. “Dígale –ordena el Misionero- que se vaya, pero que mañana por la mañana lo espero en el confesionario”. Sólo entonces puede levantarse. Al día siguiente, vuelve a la Iglesia.

Al final de una misión, en el año 1840, el Padre Claret sube a la alta cumbre del Matagalls (1700 metros), acompañado de valientes y fervorosos leñadores. Allá arriba, corona la montaña con la Cruz del Salvador. Para el campesino que trabajaba en la llanura, para el pastor, para el viajero, será siempre una viva llamada y un perenne recuerdo.


Para ser más eficaz su apostolado el Padre Claret propaga intensamente la devoción a la Santísima Virgen. Recomienda con insistencia el rezo del Rosario en familia. Establece por donde pasa, la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María. Y con la bendición de tan poderosa Intercesora logra las más sorprendentes conversiones.

En una ciudad están presos cuatro criminales. Han sido condenados a muerte y rehúsan obstinadamente los auxilios de la religión. El Padre Claret les hace una visita. La bondad del misionero les impresiona. Les da, como recuerdo, una medalla de la Virgen. Tres de los reos piden confesarse. El otro permanece en su obstinación.

- “¡No. No me quiero confesar! ... No quiero perdonar a mi madre. Ella es la responsable de todas mis desgracias. Si me hubiera corregido a tiempo no hubiera llegado nunca a donde he llegado”. Entristecido ante aquella declaración, el Padre Claret cae de rodillas, y le dice: -“Hijo mío, en nombre de la Madre del cielo, perdona a tu madre de la tierra”. Y ora fervorosamente. Al poco rato, el desgraciado se deshace en lágrimas y, arrepentido, pide la absolución.

Lo que más admira en la vida del Padre Claret son las continuas privaciones y austeras penitencias. De ordinario no usa la cama para dormir, sino que pasa gran parte de la noche entregado a la oración y al estudio. No acostumbraba comer carne ni beber vino.

La popularidad del Padre Claret atraviesa pronto las fronteras de Cataluña. Fue el Obispo de las Islas Canarias quién le llamó a misionar todos los pueblos de su extensa diócesis.
Las Canarias constituyen un grupo de siete islas enmarcadas en el Océano Atlántico, al Sudoeste de Marruecos. Este archipiélago forma parte de las 54 provincias españolas.

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